La tierra prometida. Por Silvana Pijoan.
Muy bienvenidos sean todos al Valle de Guadalupe, la tierra prometida, la nueva Tenochtitlán. La ruta del vino mexicano por excelencia, envuelta de sabores y experiencias que solo podrán encontrar aquí. ¿Es la primera vez que nos visitan? Caminemos entonces por el Valle de Guadalupe y sus cambios de look a lo largo del año.
Empecemos por la primavera. El valle se transforma de sepia a vívidas explosiones de color. Los matorrales que parecen muertos en invierno despiertan con el cian del cielo y ofrecen tributo a la primavera vistiendo sus flores más llamativas. Los montes se pintan de verde y las flores de mostaza tapizan los suelos de amarillo. Por un momento, nos olvidamos absolutamente de la palabra sequía.
Foto: Rodrigo Cardoza
En verano la vid da sus frutos y empieza la vendimia. Nos ponemos festivos bajo los atardeceres color rosa mexicano. Hace calor y la música suena bastante bien. La ruta se llena de acción y en el aire se respira anticipación por una buena añada. Después es la calma, con la llegada del otoño. Los verdes se tornan rojos y las hojas se caen; los cielos cambian a grises, el ritmo se vuelve lento. En invierno viene la lluvia y con suerte será mucha. El vino reposa tranquilo mientras el sepia regresa a gobernar el ambiente. Volvemos a empezar, siempre y cuando el calentamiento global nos permita tener las estaciones del año bien establecidas, lo cual no sucede cada año.
Foto: Rodrigo Cardoza
Para los que crecimos entre lluvias de vino, caminando cuarenta minutos para ir por unas “papitas” a los abarrotes más cercanos de la carretera, tirándonos de montículos de tierra con pedazos de cartón como trineo y comiendo paletas Frutti Polo en las clásicas Fiestas de la Vendimia, este es el panorama que visualizamos al cerrar los ojos y pensar en el Valle de Guadalupe. Recordamos ver las estrellas en la completa obscuridad de la noche y el canto místico de las rapaces nocturnas. Tuvimos la fortuna de respirar en el aire un momento de pausa en el Valle, un amor colectivo de pertenecer a la mejor familia comunitaria que pudiera existir. El tiempo trajo cambios, movimiento y muy pronto nos encontramos con que la familia creció exponencialmente; dejamos de reconocernos entre el mar de caras nuevas y pareció que rápidamente se hicieron los equipos entre los buenos, los malos y los feos. Quién es quién, eso depende de la perspectiva.
El panorama también se vistió de innumerables letreros azules que parecen reproducirse por mitosis, grandes espectaculares en los montes y esparcida publicidad del próximo concierto de escala masiva. La flora nativa empezó a convertirse en un Times Square campirano. Las historias de terror sobre la escasez de agua en el Valle de Guadalupe formaron una guerra por su distribución entre los Capuleto que buscan agua para uso urbano y los Montesco que defienden su uso agrícola. Los desarrollos inmobiliarios aparecieron de la noche a la mañana y dejamos de reconocer el espacio bajo nuestros pies. La gallina de los huevos de oro empezó a quedarse un poco calva. Años difíciles y mala fama se ligaron a nuestra afamada región. La bolita empezó a tirarse de lado a lado; la culpa era de algunos, de muchos, de uno solo, de nadie, de todos.
Nunca imaginamos que tendríamos que lidiar tan pronto con la responsabilidad de defender este cachito de tierra que con tanto amor hemos llamado nuestra casa. De repente entendimos que haber crecido bajo las alas de la gallina de los huevos de oro iba mucho más lejos que nuestra infancia llena de tierra, carreras entre viñedos y bacanales del verano.
Pero el Valle de Guadalupe no es nuestro. No tenemos ningún derecho añadido ni condiciones preferentes. No somos los portadores de su historia. Nadie nos apuntó como los elegidos. Aun así, tenemos, juntos, un enorme deber. Y es que todos formamos parte de este problema, no se trata de señalar a solo unos cuantos sino que solucionarlo requiere de todos. Nos guste o no, formamos parte de una comunidad que se estableció con el boom del vino mexicano y vamos a formar parte de ella por mucho tiempo más. Eso involucra también a sus visitantes y viajeros. Aunque los años nos separaron, el tiempo nos ha ido juntando y nos vamos volviendo cada vez más los hermanos que siempre hemos sido. En las buenas y malas, por el valle que nos vio crecer.
Al final de cuentas, el Valle de Guadalupe tiene muy buena fama de ser EL lugar a visitar si quieres comer, beber, vivir rico y básicamente quedar en manos de tus endorfinas: es un paraíso terrenal al que muchos tenemos la fortuna de llamar hogar. Es un espacio absorbente que no te suelta, una energía que atrapa hasta al más citadino. Celebremos que la fuerza de la unión sigue viva y que siempre se va a pelear por lo que vale la pena luchar. Luchamos por su esencia, por su uso de suelo. Luchamos por sus olivos, su salvia y su maderista. Protegemos su flora y fauna nativa. Vivimos de él y somos de él. Nos da celo cuando abre sus puertas a extraños y nos lastima que no lo respeten. Nos da el vino, nos dio comunidad. Nos definió y nos acuña. Recibe de brazos abiertos a quien lo visite y siempre se roba las sonrisas. Es versátil, es único. En las noches gritan las lechuzas y se abre con ellas un mundo donde las brujas existen. Sus estrellas y rocas te transportan a un planeta que no existe en esta galaxia. Que viva lo nuestro que es para todos.
Foto: Rodrigo Cardoza
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